Completando las llagas de la quemadura más profunda que jamás le habían hecho, Martín se asomó por el parapeto del puente. Era el lugar idóneo. De noche y con esa ligera lluvia nadie se daría cuenta de lo que iba a pasar. Y eso era lo que buscaba.
Bueno, no del todo, pensaba. Se quedaría sin escupirle al mundo todo aquello que hervía sus venas y machacaba sus nervios: por qué odiaba a esos compañeros de trabajo, con sus estúpidas gafas y sus comentarios inútiles; por qué no conseguía encontrar a una compañera por la que desvelarse a media noche para hacer el amor; por qué no tenía el valor suficiente para plantar cara a una familia que únicamente se dedicaba al negocio del dolor…Y, sobre todo, le quemaba el alma era saber que con 25 años aún no era nadie y, con toda seguridad, no lo sería en su vida.
Taciturno, recuerda una de las pocas cosas que aprendió en la escuela: un griego que, con su edad, venció a los bárbaros en Arbelas, conquistando medio mundo conocido. Mientras que Martín se molesta por la lluvia que cae sobre su cara, aquél griego disfrutaba de la gloria que sólo se reserva a los jóvenes. Y Martín la ansía, la necesita. Y saber que nunca la logrará le corroe por dentro.
Sin una guerra en la que luchar, sin una epidemia que diezmara a su pueblo, sin un dios en quien creer o un líder al que seguir, nada le daba una excusa para que vivir mereciera la pena: ahora tendría una cama de hospital, un empleo tan poco peligroso como banal, podría vivir con sus padres hasta que quisiese y nunca tendría que perturbarle el sueño una invasión. Estaría arropado por todos, siempre, por su familia, su gobierno, su sistema.
Entonces, si el luchar por algo ha quedado obsoleto, la chispa que enciende las pasiones de un espíritu joven y libre se apaga en su interior y las ganas de vivir se consumen en una continua agonía. Atormentado por estos sentimientos, se aferra al metal de la baranda mientras se pregunta si le queda algo por lo que seguir respirando.
En unos de sus habituales arrebatos, demasiado habituales en esos días, se cansa de pensar y, sin volver a dudar, se sube al parapeto.
Allí, de pie sobre la oscuridad, sobre sus emociones. De pie, en fin, ante el mundo, muestra sus dientes al cielo en una risa fatal y cruel. Y el cielo se la devuelve en forma de gotas, que el viento le lanza como un niño lanza bolas de nieve, en su pecho y en su cara, arrebatándole el aire. Se gira de espaldas a la caída.
Antes de terminar y desaparecer de la vista del puente, como la exhalación de un animal pequeño, se despide levantándole el dedo corazón al taxista detenido en el semáforo, único testigo de sus momentos finales. Era su cobarde forma de joder a todo el planeta.
Luego, se deja caer a las negras aguas del río. Era un gesto absurdo y patético, por lo que lo último que pensó, antes de reunirse con su creador, fue si aquel autor compasivo que conoció en un bar, habría escrito un final mejor para una vida igual de absurda y patética.
1 comentario:
Eres grande, primo.
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