En el camino hacia una nueva cima te aseguras de llevar lo necesario en la mochila. Dentro, metes muchas cosas de las que se suelen llevar en todos los viajes que, indispensables o no, tú crees necesarias. Las que cualquiera llevaría en su propio camino y que es lo primero que metes en la mochila, al fondo, donde no se pierdan.
Otra parte del equipaje son las cosas nuevas que ahora sí sabes que deben acompañarte. Has aprendido en viajes anteriores, por lo que la experiencia te muestra que antes no contabas con cosas que ahora te ayudarán a seguir caminando. Son las segundas que metes, para no echarlas de menos después.
También están las cosas que forman el lastre. Las que, alguna vez, creíste importantes y que el mismo caminar, paso a paso, te hace consciente de su inutilidad.
Es verdad que al principio de un viaje las metes pensando en el futuro, por lo que puede que sí conserven el valor de hacer interesante la aventura, pero sabes que ahora debes sacarlas de la mochila y tirarlas en el primer contenedor que veas, porque si no, te dificultarán todo lo que hagas. No necesitas ese peso.
Finalmente, están los objetos más indispensables, los que hacen que merezca la pena llegar a la cima, aquellos que guardas con más cariño y luego enseñas como regalos, obsequios o trofeos por haber llegado allí.
Son los que encuentras por el camino mismo, recuerdos que te traen a los momentos del viaje que quieres rememorar, y que también serán útiles en los siguientes, pasando a formar parte de ti.
Verás como luego los meterás de los primeros en la mochila.
Con esta absurda y pesada metáfora quería introducir este relato, en el que intento mostrar mi visión de la amistad, una palabra que, para mí, adquiere más sentido a cada día que pasa y que quiero valorar mejor, acercarme a su verdadero sentido, porque las personas que considero amigo se lo merecen.
¿Que qué quiero decir con lastre?, pues se trata de esa gente que te rodea, en tu círculo de amistades o en los ámbitos en los que te mueves, llamándote amigo, colega, compañero, etcétera y que, alguna vez, en su curiosidad o aburrimiento o estupidez te preguntan un “¿qué te pasa?, te veo raro”, “¿por qué no me cuentas algo?”,… como interesándose en tu vida. Pero cuando llegan las vacas flacas, esa suerte de amistades, que son el verdadero lastre, desaparece, engullida por la sombra, como las ruinas de una ciudad abandonada.
Da igual, es mejor no decir nada sobre ellos, pues sobran, y hasta cuando te hacen esas preguntas lo saben.
Sin embargo, te das cuenta de que algo se mueve por allá, de forma borrosa y suave, son personas a las que antes no veías nítidamente y que se convierten en un hombro sobre el que llorar, un antepecho que impide tirarte al vacío, que te muestran, como un secreto jamás revelado, un fugaz rayo de luz. Son amigos, aquellos que están allí donde todos los demás se han ido.
A veces se trata de amigos fortuitos, inesperados, encontrados en el camino para que te den una lección, a la manera de una vieja road trip. (De una de estas amigas ya hablé anteriormente).
Entonces, aprecias su verdadero valor, el calor o el aliento que te prestan, de manera que se convierten en esas cosas que, indispensables o no, crees necesarias para el siguiente viaje.
Para que se pueda apreciar el valor que doy a los amigos que, convertidos en parte de mí, aún me acompañan en la lejanía, pongo aquí lo que escribí de una estas compañeras: “Apareces tú, luz al final de mi túnel, que con un gesto, una frase, has sido capaz de hacerme olvidar todo. (…) Ahora tengo menos miedo a cambios que, aunque puedan parecer estúpidos, no hubiera realizado sin conocerte. (…) O, al menos, eso intento, pero aunque se trate de intentos, es mucho más de lo que hubiera hecho sólo. (…) Por agacharte ante este agujero y tenderme una mano para salir. Por devolverme la ilusión, te doy las gracias.”
Es la única forma que conozco de sacar a la luz estos compañeros de viaje fortuitos, así que disculpen lo empalagoso.
Y, si alguna vez ha iniciado un tortuoso viaje, sabrán que la experiencia te permite meter en la mochila cosas, que sin haber cruzado los peores caminos de su vida, no sabrían apreciar. Esas son las cosas nuevas, que ya faltarán más en ningún viaje.
Es aquí donde puedo nombrar a los amigos de siempre, que antes no sabías valorar por alguna absurda razón, quizás porque llevan tanto tiempo ahí, que no recuerdas ni cuándo ni cómo los conociste. Quizás son inapreciables precisamente porque no tienen precio.
Son los que te ayudarán a levantarte de nuevo, los que limpiaran el polvo de tus rodillas, los que mejor pueden indicarte el camino, los que llevarán por ti la mochila un rato y, sí, los que saben cuando debes volver a cargarla sobre los hombros. Son tu kit de primeros auxilios y, al mismo tiempo, son tu mapa de ruta.
Yo, al menos, siempre he considerado que encontrar uno, uno sólo, así, es tener mucha suerte. Creo que soy muy afortunado, porque ahora veo que tengo unos pocos...