En una ocasión, el destino me regalo unas alas de cera, cubiertas de falsas plumas. Cuando me elevé pensando en si era feliz, me acerqué demasiado al sol. El calor las fundió y caí, caí durante días, durante meses.
El precio que Ícaro pagó por madurar fue estrellarse violentamente contra el suelo. Yo tuve la suerte de aferrar tu mano, en la desesperación de ver el final muy de cerca. Tiraste de mí, frenaste la locura, el vértigo, borraste el abismo sin fondo.
Ahora me elevas, no sé si a la felicidad de nuevo, porque ya olvidé el significado de esa palabra, cuando creí llevarme bien con ella y la crueldad, en forma de un bello sol, marchitó el valor que le atribuía.
Pero aprendo nuevas palabras. Una semántica que pertenece a otra locura: la de descubrir a una persona con la que crecer.
Entre esas nuevas palabras, ahora sé que morir en vida solo se alcanza cuando tiras de mi cabello hacia ti; creer en soñar, cuando enciendo tus cigarrillos y la ceniza me cae sobre el pecho... nuevas rutas en el mapa que dibujé de tu cuerpo, estaciones de servicio que esconden placer, paisajes para detenerse con melancolía, figuras en el horizonte en forma de ojos, que quieren decir te deseo, te quiero encima, pasión, sé generoso, miénteme, pero hazme llegar…
Cantar, bailar, vivir, seguir, luchar, tantos significados… Nunca el sudor supo tan salado, ni las lágrimas tan suaves, ni la saliva tan dulce. Nunca las estrellas más brillantes del firmamento estuvieron tan cerca.
Vuelvo a sonreír, a reír a tu lado. Por eso me he vuelto egoísta. Ahora quiero volver a volar, quiero mis alas, pero no las de antes, sino unas nuevas, creadas con tu piel de menta y alcohol, impulsadas por el calor de tu vientre, por la fuerza de tu cintura. Que dibujen en el suelo una sombra con el mismo perfil que vi recortado sobre el cielo de Sevilla, frente a la ventana, con aquel calor y aquella humedad, el perfil de aquel cuerpo desnudo, iluminado tan solo por la llama de las velas…