miércoles, 20 de agosto de 2008

Mis queridos juegos

El viejo Martin se sentó en el porche de la granja. La silla de madera crujió poco más que sus huesos, ajados de tanto trabajo. Levantó la gorra para poder mirar al horizonte, con el sol ocultándose, en la lejanía, donde ahora se encontraban sus pensamientos.


Un pastor alemán, tan viejo y curtido como él, se acercó con paso lento. Martin le tendió una mano, inconscientemente, como había hecho millones de veces, para acariciar el pelaje pardo del animal.


Estaba tratando de recordar. ¿Cómo era?. ¡Ah, si!. Era un lugar y un tiempo remotos. Una ciudad grande, impersonal, saturada de edificios y miope por no mirar más lejos que a su ombligo. Cuando era joven, alto y apuesto, cuando uno podía sentir cada mordisco que le daba al mundo.




Fue allí donde la conoció. Los recuerdos acudían con cariño. Aquella mujer que reventó su vida para concederle todos los deseos. Alta y fuerte como una torre. Bella como las guerreras de la antigüedad. La mujer de los juegos, la mujer para la diversión y para el llanto, para el deseo y para el pecado… Apareció en invierno, cuando la naturaleza es más esquiva, para llenar de colores una vida intensa pero triste. Y desde el primer momento, la necesidad de permanecer juntos empapó sus vidas. Se juraron amor eterno en cada mirada, en cada caricia y en cada adiós.


Pasional y orgullosa, ella era la argamasa de sus íntimos deseos, enseñándole los juegos más queridos: el juego de robarse el aire mutuamente en la noche, el juego de confundir lágrimas con sudor, el de trepar al refugio del árbol, agarrados por el instinto voraz que los despertaba en medio de la noche para volver a unirse. Juegos en los que se recreaban como si no hubiera mañana, pareciéndose a los amantes prohibidos, como compañeros de galeras, luchando en contra de una muerte lejana, remando en la misma dirección, pero de espaldas al destino. Se convirtieron en la diferencia entre bueno y mejor:


-¿Has dormido bien esta noche?

- A tu lado todas las noches son buenas


Por su mente viajaban ahora situaciones, escenas, cuadros pintados unos con ternura, otros con violencia, como cuando ella pasaba las piernas por delante de su cara, del mismo modo que se pasan las páginas de un libro, sólo que con ella, él devoraba cada una de las palabras que contenía. El olor, el frío y el calor, las sonrisas, la piel sensible al roce del aire. Todos esos estímulos regresaban a la mente de aquel viejo sentado en su silla, al porche de una casa heredada, antigua como la historia y tan real como lo que sus manos podían sentir en ese instante.




No fue la única, pero sí la mejor y la más intensa. Hacer memoria hacia ella era, para el viejo Martin, otra forma de melancolía que llenaba atardeceres como aquel, suaves y breves, como los besos de los niños. Era volver a la rotura de esquemas, a los mundos boca abajo, al puño cerrando la boca del estómago…


Entonces un leve crujido lo trajo de vuelta al ahora. Martin se sorprendió a sí mismo mirando aún la puesta de sol, sentado y con la gorra hacia arriba. Se había evadido del presente ¿Por qué habían acudido todos esos recuerdos en aquel momento?. Se volvió. El crujido provenía de la desvencijada puerta del porche.


La mujer de aquella ciudad, de aquella pasión, de aquellos juegos, lo miraba ahora, cuarenta años mayor, sobre el borde de la entrada:


- Cariño, la cena.


El viejo Martin sonrió, como sólo pueden sonreír los viejos zorros. “Un día juré que nunca te dejaría marchar”. Se levantó y entro detrás de su esposa. La puerta se cerró con el mismo crujido, poniendo la estampa a un compromiso eterno.


El pastor alemán se echó sobre los escalones del patio, mientras el viento movía las hojas y se encendían las luces de la casa.



2 comentarios:

Chema de Aquino dijo...

joder, ma molao tela el relato. Pero bien mirado, parece de ficción no crees? el hecho de que un amor dure taaaaanto tiempo...

Anónimo dijo...

Tío, eres un cabrón. Sabes bien como remover con el dedo el bote de los sentimientos...