(Estas líneas las he escrito el 10/08/2008 a las 2:26 de la madrugada, todavía en Sevilla)
Si aún te preguntas, querido lector, a dónde me he marchado o a dónde me guían mis pasos, te lo dirá un viejo poema de un paisano llamado Luís Cernuda:
Donde habite el olvido,
en los vastos jardines sin aurora;
donde yo sólo sea
memoria de una piedra sepultada entre ortigas
sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.
Allá donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
sometiendo a otra vida su vida,
sin más horizonte que otros ojos frente a frente.
Donde penas y dichas no sean más que nombres,
cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
disuelto en niebla, ausencia,
ausencia leve como carne de niño.
Allá, allá lejos;
donde habite el olvido.
Me he marchado de aquellas letras, verde esperanza, que luego se oscurecieron. Me alejé del lugar donde seguí sangrando por el costado, a través de la herida por donde huyó el gran error de mi vida, para aterrizar en un paraje conocido, un entorno de días mejores, de una ignorancia infantil bienvenida…
Aquí vuelvo a tocar burbujas con descaro, llamo a un amor en la distancia, cazo alemanes en sueños inquietos, disfruto del verano prometido, aquél que os dije, el que parió con dolor una primavera repugnante, esclava de deseos sin cumplir. El fruto del sufrimiento no podía ser otro que el sol, la arena, el hielo y una almohada a la que susurrar todas las noches.
El viejo Martin se sentó en el porche de la granja. La silla de madera crujió poco más que sus huesos, ajados de tanto trabajo. Levantó la gorra para poder mirar al horizonte, con el sol ocultándose, en la lejanía, donde ahora se encontraban sus pensamientos.
Un pastor alemán, tan viejo y curtido como él, se acercó con paso lento. Martin le tendió una mano, inconscientemente, como había hecho millones de veces, para acariciar el pelaje pardo del animal.
Estaba tratando de recordar. ¿Cómo era?. ¡Ah, si!. Era un lugar y un tiempo remotos. Una ciudad grande, impersonal, saturada de edificios y miope por no mirar más lejos que a su ombligo. Cuando era joven, alto y apuesto, cuando uno podía sentir cada mordisco que le daba al mundo.
Fue allí donde la conoció. Los recuerdos acudían con cariño. Aquella mujer que reventó su vida para concederle todos los deseos. Alta y fuerte como una torre. Bella como las guerreras de la antigüedad. La mujer de los juegos, la mujer para la diversión y para el llanto, para el deseo y para el pecado… Apareció en invierno, cuando la naturaleza es más esquiva, para llenar de colores una vida intensa pero triste. Y desde el primer momento, la necesidad de permanecer juntos empapó sus vidas. Se juraron amor eterno en cada mirada, en cada caricia y en cada adiós.
Pasional y orgullosa, ella era la argamasa de sus íntimos deseos, enseñándole los juegos más queridos: el juego de robarse el aire mutuamente en la noche, el juego de confundir lágrimas con sudor, el de trepar al refugio del árbol, agarrados por el instinto voraz que los despertaba en medio de la noche para volver a unirse. Juegos en los que se recreaban como si no hubiera mañana, pareciéndose a los amantes prohibidos, como compañeros de galeras, luchando en contra de una muerte lejana, remando en la misma dirección, pero de espaldas al destino. Se convirtieron en la diferencia entre bueno y mejor:
“-¿Has dormido bien esta noche?
- A tu lado todas las noches son buenas”
Por su mente viajaban ahora situaciones, escenas, cuadros pintados unos con ternura, otros con violencia, como cuando ella pasaba las piernas por delante de su cara, del mismo modo que se pasan las páginas de un libro, sólo que con ella, él devoraba cada una de las palabras que contenía. El olor, el frío y el calor, las sonrisas, la piel sensible al roce del aire. Todos esos estímulos regresaban a la mente de aquel viejo sentado en su silla, al porche de una casa heredada, antigua como la historia y tan real como lo que sus manos podían sentir en ese instante.
No fue la única, pero sí la mejor y la más intensa. Hacer memoria hacia ella era, para el viejo Martin, otra forma de melancolía que llenaba atardeceres como aquel, suaves y breves, como los besos de los niños. Era volver a la rotura de esquemas, a los mundos boca abajo, al puño cerrando la boca del estómago…
Entonces un leve crujido lo trajo de vuelta al ahora. Martin se sorprendió a sí mismo mirando aún la puesta de sol, sentado y con la gorra hacia arriba. Se había evadido del presente ¿Por qué habían acudido todos esos recuerdos en aquel momento?. Se volvió. El crujido provenía de la desvencijada puerta del porche.
La mujer de aquella ciudad, de aquella pasión, de aquellos juegos, lo miraba ahora, cuarenta años mayor, sobre el borde de la entrada:
- Cariño, la cena.
El viejo Martin sonrió, como sólo pueden sonreír los viejos zorros. “Un día juré que nunca te dejaría marchar”. Se levantó y entro detrás de su esposa. La puerta se cerró con el mismo crujido, poniendo la estampa a un compromiso eterno.
El pastor alemán se echó sobre los escalones del patio, mientras el viento movía las hojas y se encendían las luces de la casa.
Me voy a un lugar que no os diré, a hacer cosas que nunca sabréis y hasta el momento en que yo decida regresar y os avise por aquí.
De todas maneras he dejado un grupo de entradas programadas que se irán colgando solas, ya que allá a donde voy no tendré acceso a la web.
Como “hasta pronto” le doy las gracias a todos los que leen estas líneas y me comentan por ahí, en especial a Soledad, la más lejana y a la que más envidio sus letras.
Gracias por pasaros.
Nos vemos.
(Os dejo un video que me pasó una persona muy especial)
Cuando desperté estaba en la camilla de un hospital. Abrí los ojos de golpe, como cuando una sombra pasa por delante de ti. Tardé un tiempo en darme cuenta de donde estaba, y al intentar levantarme, alguien llamó a la puerta de la habitación.
Se trataba de un médico, de esos de vieja escuela, mayor, canoso y lleno de arrugas. De esos que miran por encima de la montura de las gafas y llevan su nombre grabado en el bolsillo de la bata. En letras azules esta vez: Dr. Fleischman.
- Bien, bien, bien- decía mientras ojeaba mi expediente.- Creo que podremos darle el alta esta misma tarde, señor…
- Un momento, ¿el alta de qué?, ¿qué hago aquí?- estaba embotado del sueño y no conseguía emparejar los recuerdos. Él me miró con sincera comprensión.
- ¿No recuerda la herida su espalda?- ¡Oh dios!, es verdad, el puñal, en aquel bar, cómo caí al suelo… todo empezaba a acudir a mi cabeza de sopetón. Aquella mujer, sobre mí, observándome con ternura mientras mi sangre se secaba en el arma con la que me atacó.
Al reconocer mi reacción, el médico se sentó junto a mí, en el borde de la cama, y cruzó las piernas. Se quitó las gafas y esos ojos negros y profundos como raíces de montañas, acostumbrados a deslumbrar desde la experiencia, recorrieron mi cuerpo hasta llegar a mis manos.
- ¿De qué son esas heridas en los nudillos?- casi como un chiquillo avergonzado, crucé los brazos, ocultando las manos de su vista.
- Como tú quieras. Pero te diré una cosa: si son debidas a la frustración, la impotencia o el sufrimiento, golpear paredes no es lo más sano. Y tampoco es la solución.
Mi cara cambió a la expresión de sorpresa. ¿Cómo podía este hombre saber tanto de mi sin conocerme?. Entre la embotadura de la cabeza y tantos cambios de ánimo en segundos, debía parecer un concursante de televisión novato.
- …Y respecto a la herida de la espalda –continuaba- se trata tan solo de un rasguño sin más complicaciones.
¿Sin más complicaciones?- pensé, olvidándome de los nudillos, mientras me retorcía para mirarme el costado. Al levantar el pijama del hospital, vi que la herida que me dejó inconsciente en el suelo de aquel bar era solo un fino corte, como hecho con una hoja de papel. Lo toqué. No sobresalía apenas sobre la piel. Un arañazo. Demasiadas sorpresas para llevar cinco minutos despierto.
- ¿Cómo es posible…?- levanté la cabeza hacia el dr. Fleischman- Si recuerdo haberme desmayado del dolor, y llenar de sangre el suelo, como si fuera a morir… –en aquel momento se incorporó de la cama, se puso de nuevo las gafas y adquirió, otra vez, ese aspecto de viejo profesor.
- Hijo mío, podrán ser leves, podrá parecer que nunca existieron, podrás fingir que nunca ocurrió –soltó el expediente en su cajón- pero cuando una mujer hiere. O es para matar. O es para volver a nacer.
Y cerró la puerta saliendo de la habitación, dejándome allí, sentado sobre la camilla, con el pijama aún levantado y con mil preguntas en la boca.
Yo soy un frente de muy altas presiones, un ambiente rancio, cargado con demasiada humedad, que avanza con lentitud, matando la vida, cubriendo sombras, ocultando el aire a los pulmones que gritan por el oxígeno que nunca tendrán.
Tú eres un huracán, siempre en contacto con aguas cálidas, con el poder de la tormenta en las manos y la destrucción como heraldo de tus conquistas. Erguida, invicta, indestructible, te abates sobre costas que no merecen tus esfuerzos.
Yo soy el calor que puede alimentar los vientos que rigen tus destinos.
Tú eres la energía que puede convertirme en la mayor fuerza de la naturaleza.
En este mar interior, cerrado para nosotros, cercado por nosotros, era inevitable que chocáramos…
La consecuencia no podía ser otra: la tormenta perfecta.