viernes, 29 de febrero de 2008

Días grises

Se sorprendió a si mismo mirando el reloj cada cinco minutos. Era la última clase de la semana y la profesora estaba apurando un tema del cual él, y seguramente también el resto de la clase, no sabía nada. Tampoco le interesaba mucho.

Había sido un día lento y aburrido, un viernes que sólo vaticinaba un fin de semana igual de lento y aburrido, sin nada que hacer. Para colmo había amanecido nublado y, justo antes del recreo, había comenzado a llover. Primero unas gotas, luego con fuerza. Y por culpa de eso tuvieron que quedarse dentro, sin poder salir a correr ni a jugar.

Era uno de esos días que él más odiaba. Esos días en que las nubes ocultan el sol de manera que reflejan los rayos de manera difusa, anulando las sombras, como si nunca hubieran existido. La luz ambiental molestaba a los ojos y esto provocaba que a uno le doliera el ceño de tanto forzarlo.

Pero, por otro lado, el día le había permitido dedicarse a dibujar en la libreta a sus preferidos: guerreros, fieras, luchas… dejar volar sus fantasías. Y, entre garabato y garabato, dejar escapar una mira da hacia ella.


Estaba sentada un par de bancas por delante de él. No era la más guapa de la clase, pero sí la más dulce. No solía vestir como el resto de las chicas, pero eso no le importaba. Lo que a él le gustaba era su sonrisa, su manera de recogerse el pelo, su manera de inclinarse sobre el pupitre, sus extraños lápices con lo que cogía apuntes. Era algo que seguro que los demás no veían.

Habían hablado muchas veces, pero nunca solos. Y cuando se dirigía a él, tenía que mantener el gesto de indiferencia, porque si no los demás chicos se reirían, haría el ridículo, y eso no estaba dispuesto a permitirlo.

También habían cruzado miradas en clase, sin embargo él apartaba los ojos rápidamente, aunque ella los mantenía a veces, con un gesto extraño que no comprendía. Una mirada rara que le hacía sentirse incómodo.

No se había dado cuenta, pero mientras pensaba en todo esto la había vuelto a mirar. Ella se había dado cuenta y ahora le devolvía el gesto. Volvió a sus dibujos velozmente, como si hubiera olvidado algo. Qué vergüenza, debería haber estado más atento.

El sonido de la campana alivió sus emociones. Al menos ya no tendría que evitarla más. Recogió los libros y se perdió entre la masa de sus compañeros, riendo y gritando.

Cuando llegó a la salida, abrió el paraguas, agradecido a su madre previsora, que lo había metido en la maleta. Esperaba no mojar mucho la ropa, ya que cuando llegaba a casa empapado le regañaban y no quería empeorar el día.

Fugazmente, volvió a ver a aquella chica. Estaba sola, sin atreverse a salir. Ella no tenía una madre previsora ni un paraguas en la maleta, pero tampoco quería quedarse allí. Tenía cierto temor en el rostro, el mismo temor a mojarse. Y él se ablandó.

Dio un paso hacia la puerta. Incluso ella se percató y alzó la vista hacia él. Le palpitaron las sienes y sintió un extraño calor en la nariz. Era el valor.

Sin embargo, un grupo de amigos se le cruzaron y le distrajeron con unas bromas, charlando. Inconscientemente, se vio forzado a no acercarse a ella. Cuando los compañeros se despidieron estaba solo, ya a mitad de la calle, demasiado lejos como para volver con algo de orgullo.

Agachó los hombros, dio media vuelta y se marchó desilusionado.


La lluvia era densa, molesta. Caminaba calle arriba, esquivando los charcos, cuando oyó los rápidos pasos. Ella se acercó corriendo, mientras intentaba cubrirse con su pequeña mochila sobre la cabeza.

Con los pelos empapados y sonriendo tímidamente se coló junto a él bajo el paraguas. Se miraron y ella devolvía a unos ojos sorprendidos su expresión entre avergonzada y suplicante. Él sonrió, y juntos reanudaron el camino a casa. Era la primera vez que estaban a solas y no se hablaron.

Cuando ella bajó la cabeza mirando al suelo a él le ardía la cara y le latía el corazón con furia. Ya no importaba la lluvia, ni los charcos. No importaba si se mojaba, porque ahora había algo que les unía: la estaba protegiendo.

La fina tela impermeable del paraguas se convirtió en un escudo de bronce y cuero. Las pesadas gotas en fieros enemigos que amenazaban con aplastarla. Los relámpagos dibujaban en el cielo grandes dragones que se lanzaban hacia el suelo, buscando cerrar sus mandíbulas sobre ellos.

Mientras la imaginación del adolescente creaba ese campo de batalla, se le endureció la mirada, pisó con fuerza el húmedo suelo y decidió no hablar, pues el silencio era lo bastante pesado como para no tener que decirse nada. Ella comprendió y él lo sabía. Ahora tenía la sensación de estar segura.

Para cuando las dos figuras se alejaban al final de la avenida, la lluvia aflojó su intensidad. El inventado enemigo era derrotado. Él cambió de mano el mango del paraguas y con la otra rodeó sus hombros, mientras ella abrazaba aquella pequeña mochila.

Así continuaron por los suburbios, tan grises que no había diferencia entre las fachadas y la acera. Tan grises que les llegó de golpe la conciencia de caminar solos por las calles mojadas. Eso hizo que se pegaran más el uno al otro. Y al acercarse a su casa se detuvieron. Ella se alzó y se inclinó hacia delante.

Él no lo esperaba con esa rapidez, pero así fue más intenso.

Cuando sus labios se juntaron ella irradiaba un calor que contrastaba con el frío ambiente. Cerró los ojos. Al recordarlo más tarde cayó en que solo fue un par de segundos, pero entonces se le antojó eterno, como saborear un gran pastel de chocolate, como sentir las caricias de su madre.

Pero fue breve, tan breve como la figura de ella alejándose y perdiéndose en el portal, escaleras arriba.

Su olor y su calor aun estaban junto a él. Permaneció de pie, mirando a la nada con la boca entreabierta. El primer beso.


Se alzó. Adoptó la pose del vencedor, la del que ha luchado y ha recibido su recompensa. Pero sus mejillas brillaban, rojas por la sangre que le subía desde el pecho, ahogándole la garganta. Bajó el paraguas y permitió que las últimas gotas de lluvia le cayeran sobre la cara, alzada hacia el cielo.

El resto del camino lo hizo corriendo, pisando todos los charcos que podía, sonriendo, tan despreocupado como puede serlo un chico de quince años. Aquel día aprendió a amar los días sin sombras, los días grises.

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